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martes, 7 de diciembre de 2010

El viaje o la ilusión (cuento)

El sol ardiente y perpendicular a la tierra rajaba el suelo, el pueblo había quedado atrás hacía varias lunas; cuánto recorrió, no tenía idea, cuánto faltaba menos.

Por su mente lo único que aparecía era la promesa a sus hermanos y a su madre, la misma promesa que, ya casi sin agua y con poca comida, lo mantenía vivo.

Martincito buscaba con los ojos desorbitados, en medio de la nada absoluta, un arroyo, un río o algún hilo que haya quedado de lluvia; para poder refrescarse los pies enllagados, la frente hirviendo y su sed que le partía los labios. Lamentablemente para él y su suerte en esta zona abunda la sequía en esta época del año. Hizo noche bajo un árbol, sacó de su morral una manta y alguna frazada, las diferencias de temperatura, entre la mañana y las horas de las lechuzas, es muy grande. Apoyó su espalda contra el tronco ancho y cruzó sus piernas, se tapo hasta la mitad del cuerpo, comió un poco de la carne seca que le quedaba y bebió las últimas gotas de agua.

Se recuesta boca arriba y seca las lágrimas que en su silencio envuelven el dolor corporal y su angustia; observa el cielo, no recuerda cuando fue la última vez que vio tantas estrellas, allá en el rancho no hay tiempo para mirar las luminarias de Dios. Los astros forman figuras y en ellas Martín reconoce a su madre y a los sátrapas de sus hermanos. Está sólo, no los grillos lo acompañan, en estos momentos es él, el árbol y su imaginación.

Sabe que no debe detenerse mucho tiempo, que con las primeras luces del alba deberá emprender camino nuevamente, pero eso no importa ahora, lo importante es descansar y tratar de vendarse las heridas producidas por las botas, untándose un poco del mejunje que le dio Doña María, el día que partió.

Las cosas en el campo no andaban bien, la cosecha estaba complicada, la muerte reciente de su padre lo había dejado a cargo de la casa, él con apenas 16 años debía trabajar desde que los gallos cantaban hasta que la luna reemplazaba al sol en su tarea de vigía, en el tiempo libre de cada día iba a la escuela que se levantaba improvisadamente a unos kilómetros de su casa a la cual también asistían sus hermanos menores, salvo Ana que tenia 5 años y se quedaba con su madre.

En la escuela leía las noticias de Buenos Aires y sus compañeros decían que la vida en la ciudad era más fácil, él soñaba con irse a estudiar para ser médico y así enfrentar a la muerte, de la que no pudo salvar a su padre.

Le contó su idea a su madre y a los hermanos, en un principio no fue aceptada, era una locura irse, hay que esperar todo se va a arreglar le decía su mamá, a los hermanos les parecía arriesgado, pero lo apoyaban.

- Quédese tranquila, no lo haría sino estuviese seguro de lograrlo – le acarició la mejilla y le secó una lágrima (tal vez la última que le quedaba desde la muerte de su marido).

- Está bien m´hijo , si usted cree que es lo mejor, hágalo, yo rezaré por que todo salga bien – le tomó la mano y la beso - Cuídese, por favor.

Pasaban los días y la idea le martillaba cada vez más la cabeza, esa mezcla de aventura con compromiso. Una tarde-noche no aguantó más, partiría a primera hora, llamó a sus hermanitos.

- Luisito, sos el más grande, vas a estar a cargo de todo en mi ausencia, te lo digo delante de todos para que tu palabra tenga mi aval, confío en vos, cuida a mamá y estos sátrapas (señalo a José y a Ana), no le des de comer demás a los chanchos y habla con doña Inés cualquier duda que tengas con la cosecha, no dejes de ir a la escuela. Les prometo que en cuanto esté ubicado en la capital los vengo a buscar, los quiero mucho – puso la mirada fría para no blandear, no podía perder el coraje.

- Andá tranquilo Martincito, todo va a estar bien. Que bueno la capital, dicen que la gente es feliz allá y que hay bailes, carnavales con disfraces y trabajo para el que llega.

- Sí, lo sé, lo mismo escuche, es la oportunidad de hacerlo.

Se despidió de todos y le dejo un beso en la frente a su madre Ana, quien dormía, cansada de una larga jornada. Tomó el morral, metió la frazada hecha por su abuela, un poco de carne seca, unos trapos y algunas mudas de ropa, se colocó el facón en la cintura, el mismo que había pertenecido a su padre Martín, y se puso las botas que este le enseño a hacer.

Las estrellas cambian de forma y ahora ve a su Buenos Aires, a la ciudad que él imagina, calles anchas, carros ostentosos, el puerto del que todos hablan a la orilla de un manto espeso y plateado, personas con ropas lujosas. Y se le cierran los ojos con esa imagen; se reconforta al saber que el fin de su travesía es tan importante para su familia y se olvida del dolor. Los grillos por fin le cantan como una nana que su madre le cantaba de chico, cuando le temía a la oscuridad y a mandinga que vendría a buscarlo si se portaba mal; que absurdo es todo, en estos instantes no sentía miedo a la nada que lo rodeaba, su madre velaba por él y lo cuidaba con su amor a la distancia.

El sol con un latigazo duro y cruel lo despertó, juntó sus cosas y emprendió nuevamente su calvario, su cruz pesaba menos, había descansado bien. Una duda lo abordo, la maldita duda si estaría yendo en dirección correcta, nadie a quien preguntar, solo restaba confiar en su sentido común, que lejos estaba de todo, que lejos estaba su infancia.

Halló agua en una laguna, formada por alguna lluvia; se quitó las botas, las vendas y remojo los jirones de piel que simulaban ser sus pies, lo primero que sintió fue dolor mucho dolor y ardor, pero luego la calma fue inmediata y tan grande que se quedó largas horas. Se sumergió, era necesario refrescarse, quitarse el polvo y la tierra de días y días. Cargó de ese líquido más valioso que todo el oro del mundo, no sabía cuando volvería a encontrar agua. Antes de continuar hizo un fuego, sacó su jarro y se preparo unos mates, ya casi no recordaba el sabor de la yerba, la vitalidad que le dio la bebida lo reanimó como para continuar; volvió a enfundarse con las botas y se cruzó la correa de cuero del bolso sobre el pecho, siguió el movimiento del sol, esa su única guía junto a las marcas verdes de los árboles producidas por el viento del sur.

El tiempo parecía eterno, las flores silvestres formaban un mar de colores en un atardecer rojo, como si fuese el último, perdía nuevamente las fuerzas y no le quedaba nada por comer ni beber; cayó de rodillas y tapó con ambas manos su cara, ocultando las lágrimas a la tierra, igualmente estas gotas de agua salada producían pequeños orificios en en la tierra suelta. Por primera vez sintió que no lo lograría y le costaba respirar, el fracaso era su peor enemigo. Las sombras negras de pájaros lo rodeaban en círculo y el calor lo derretía contra el suelo.

Vuelve a abrir los ojos y el pajarraco lo observa intimidándolo, le cuesta mantener la cabeza en alto. El alivio llegó, vio por detrás del ave, la entrada a Buenos Aires, sonríe, pasa un carro frente a él y una arcada con pastos tiernos se ilumina, ve una calle ancha que se pierde en un horizonte infinito, empinada y brillante.

El ave se posó sobre la espalda de Martincito y comenzó a desgarrar sus ropas, una mano con falanges expuestas al viento lo espantó; la muerte piadosa le acaricia la cabeza al hombre en cuerpo de niño y susurra.

-Cuándo aprenderán, que no se puede luchar contra lo inevitable – Se adentro en las sombras de los árboles y desapareció.

Martincito ingresó a la ciudad, donde su padre lo esperaba sentado en una mesa al costado del empedrado, con un mate en la mano, como si supiera que iba a venir.

El cadáver fue encontrado al día siguiente, a diez kilómetros de Buenos Aires, por dos personas del lugar. Le dieron sepultura y plantaron un árbol sobre los restos, que hoy quince años después tiene un tronco ancho y robusto.

En el campo las cosas mejoraron y Ana sigue trabajando con ayuda de sus hijos y se mantiene en pie gracias a la ilusión de que su hijo seguramente será médico y un día vendrá a buscarlos para irse todos a la ciudad.

Gastón Pigliapochi
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