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sábado, 13 de febrero de 2010

Paquita, La Parca, y el poeta: segundo encuentro

El poeta escribía en su cuarto, frío, descascarado y húmedo; a su lado, Paquita, La Parca, le apoyaba la mano en el hombro e intentaba consolarlo, pero Alberto Aranguren no dejaba de lagrimear melancólicamente: su corazón estaba roto: como tantas otras veces, había colocado su amor en el sitio equivocado. Y en esa reflexión literaria, le decía a Paquita:
—Llegué a la idea, querida amiga, que todos tenemos un por qué o un para qué estar acá, todos tenemos un objetivo; cuando lo cumplimos, llegas vos para llevarnos al otro patio, al otro lugar.
—Podría ser que tengas razón; yo no sé más que vos acerca de mi vida, de mi existencia y de mi labor— contestó Paquita, mientras se tomaba con sus falanges el mentón, o mejor dicho, donde alguna vez hubo un mentón.
—Pero los artistas, o al menos los poetas, cargamos con un problema: nuestros objetivos no son alcanzados nunca; por ejemplo, tengo la idea de que mi misión, por decirlo de alguna forma, es hacerles más liviano el camino a otras personas. Y cuando digo camino, digo, ese que hay que transitar después de algún dolor, una separación, una muerte o algún problema de una cierta gravedad sentimental.
—Es una buena misión, por lo que me decís, no le veo lo malo, no veo porque nunca lo logran— lo interrumpió con cierta curiosidad Tánatos.
—Dejame que siga explayándome en mi teoría. El problema es que nunca seremos parte de la vida de esa persona, solo somos una herramienta para que la depresión o la angustia no lo mate, y al cabo de un tiempo, cuando la mujer haya superado su trauma, verá que no somos lo que quiere o no puede amarnos como debería, entonces, sucede lo esperado: nos vemos envueltos en nuestra angustia y nuestro dolor, y ahí descargamos todo, en hojas con una tinta soluble en agua.
—Veo que dijiste mujer, ¿el motivo de tu melancolía es una mujer?
—Podría mentirte y decirte que no, que fue una confusión en mi lenguaje. Pero ¿de qué me serviría? Te darías cuenta. Sí, una mujer o tal vez la mujer como género en sí mismo. En cada desengaño amoroso hay un pedazo del alma que se pierde; en cada desencuentro con lo anhelado, el corazón cruje y se fisura. Mis amores son los perdidos, y no perdidos porque me han dejado, sino porque nunca se concretaron. Y en cada uno de esos, como ya te dije, los poetas sentimos que nos morimos, y no es solo un sentimiento, es real. De hecho, vos aparecés en cada uno de esos momentos, ¿cuántas veces nos vimos este año?
—¿Diez?

—Ah, fueron pocas está vez, pero esta puntualmente es la más dolorosa y duele más que las mujeres que me han abandonado. Por primera vez sentí que cuando logré su sonrisa la suerte me sonreía a mí, el universo se confabulaba para que en ese encuentro ambos sobrelleváramos la pena y el dolor.
—¿Y qué fue lo que ella dijo?
—No dijo nada, solo sonrió y bajó su cabeza cuando en la esquina de Arenales y Juncal le recité unas palabras: la había encontrado llorando en la plaza San Martín y se había limitado a decirme que la habían dejado; hacía ya más de un mes y no se reponía de la angustia. Así fue que caminamos un par de cuadras hasta que la enfrenté con las palabras. Luego me despedí, y al darme vuelta para encaminarme hacia Retiro, me dijo: «gracias, son las cosas más tiernas que me dijeron. Me llamo Soledad, te dejo mi número telefónico»; tomé el papel escrito y me fui con alegría en mi corazón.
—Pero ¿dónde está el desencuentro?
—Esperá, no seas ansiosa, es absurda una parca ansiosa. La llamé y nos vimos varias veces más. Una de las tardes, quedamos en vernos en el Café París, me había dicho por teléfono que tenía algo importante que decirme. No te das una idea de cómo palpitaba mi corazón, bueno no tenés idea de la palpitación de ninguno.

Lo interrumpió Paquita:
—No te confundas, siento el corazón cuando toco a mi cliente.
—Cuando llegué al café— retomó la charla Aranguren— me senté, me pedí un cortado y ella entró radiante por la puerta; se sentó y no me dio tiempo a decir nada, y me soltó que estaba de novia nuevamente, que había seguido mis consejos. Te imaginás que mi mundo desde ese momento se vino abajo, aunque ante ella fingí felicidad, y lo sigo haciendo en cada charla. Así es que me recluí en mis letras y en mí soledad, por eso es que sufrimos, aunque hagamos el bien, los poetas.
—Amigo mío, no es nada grave saldrás adelante, salí a tomarte unas grapas. No estás en mi lista aún, como en aquel entonces que nos vimos por primera vez en Barrancas de Belgrano, no pierdo más el tiempo y me voy a seguir buscando a los que esperan mi visita. Adiós Aranguren y nos vemos dentro de un par de meses.
Paquita se alejó y el poeta secó sus lágrimas. Continuó escribiendo hasta que a través de la ventada de su cuarto, en un banco de la parada del colectivo, vio a una joven llorisqueando.

Gaston Pigliapochi
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